jueves, 22 de septiembre de 2011

Una experiencia del amor como humana

Se llama Dora, es una mujer madura de clase media. Ha estado casada y divorciada, ahora vive sola. Cree que existe algo sin nombre, un espíritu universal que sostiene la vida de todas las criaturas en el cielo y en la tierra, con atributos de creación, bondad, compasión, amor y belleza. Cree además, que en cualquier circunstancia, su alma y la de todos los demás, es libre.
Le he preguntado a Dora cual es su experiencia del amor como mujer y si piensa que es igual para las mujeres y para los hombres y ésta es su respuesta:
“Sin amor yo no hubiera nacido, ni logrado sobrevivir, el amor es lo que me constituye como persona. Y así pienso de los demás: todas las personas viven porque son amadas, y todas son dignas y merecen nuestro respeto. Porque todos sentimos como seres humanos que somos: ricos y pobres, indígenas, homosexuales, hombres y mujeres. Todas las personas tenemos sentimientos, nos duelen algunas cosas, de otras nos alegramos, todas tenemos la capacidad de amar y ser amadas.
Mi experiencia es que cuando nací yo creo que esperaban hombre, fui la tercera mujer y mi papá no estuvo ni en mi bautizo, confirmación, primera comunión ni nada, eso me dolió, tuve una relación difícil con él, ya al final, antes de que muriera nos quisimos, platicamos, nos comprendimos, es decir, ya al final nos quisimos. Yo reconozco que él me salvó la vida varias veces: mató un alacrán, me llevó al hospital cuando tenía bronconeumonía, me defendió de la violencia de mi pareja y sobre todo, me dio la vida.
En cambio, sin ninguna dificultad, reconozco el amor de mi madre en su mirada, su acompañamiento y cuidado en la casa, en la escuela y los eventos sociales. Recuerdo cómo las hermanas de mi madre y ella se acompañaban en el cuidado cotidiano nosotros, las niñas y los niños; mientras cocinaban, cantaban, paseábamos o hacíamos el quehacer de la casa o del campo. Los hombres llegaban de vez en cuando, como de visita: mi papá, abuelos y tíos. Llevaban comida, dinero, convivían un rato, platicaban y después se iban. A veces los hombres tomaban vino o maltrataban, eso era feo.
Fui una adolescente muy insegura, me sentí cuando no muy sola, acosada por la violencia. El único refugio seguro eran mis amigas, mis hermanas y primas. A los 15 años comenzaron mis enamoramientos de “príncipes azules”, fueron dos o tres amores platónicos, siempre lejanos. En la adolescencia, para mí el amor era triste, pues estaba ausente. Me puse a estudiar lo que quería, y eso llenó de satisfacciones, amigas y amigos los días de mi juventud hasta los 21 años. A esa edad me enamoré o pretendí amar, con mucho miedo y a la vez muchas ganas de vivir esa experiencia llamada amor. Recuerdo una carta que le escribí a mi amado por aquellos días: “amor es compartir la cama, la comida, la confianza”. Acepté casarme y creía en aquel tiempo que el amor era entregarme de lleno a mi hombre y mi hijo, a cuidar de la casa y tener todo listo para su servicio. Había dejado mi ciudad, mi familia y amigos por él, así que no entendí y me dolió su maltrato. Entonces empecé a preguntarme por la “o” de la palabra amor, dejé de necesitarlo y más bien lo empecé a tolerar, igual que él. “Si te tolero es por mi hijo, llegó a decirme”. Llegó el tiempo en que tuve oportunidad de trabajar, al poco tiempo nos separamos. Yo sentía que lo seguía amando, que lo amaría siempre, pero mi amor propio me hacía alejarme del maltrato y de él: no puedo ser una buena madre para mi hijo si antes no soy una buena madre para mí, si no me cuido, así me dije.
Dejarlo no fue fácil, la experiencia de ser del otro fue muy fuerte para mí: “soy tuya”, le dije muchas veces. Esa es una costumbre muy arraigada: soy la hija de…, la esposa de…, la madre de…
Las mujeres vivimos en un cautiverio que consiste en ser de los otros y no para nosotras mismas, dice Marcela Lagarde; somos “madres-esposas-monjas-putas y locas”. Mi vivencia es que ese sujetamiento fue voluntario y me dolió dejar de ser la hija de…, la esposa de…, la madre de…
Creo que tal vez, ese sujetamiento nos une amorosamente a los otros de una manera diferente que a los hombres. Tener un cuerpo de mujer implica gestar, alumbrar y amamantar. Hasta hoy, creo que mis abuelas, tías y contemporáneas, cuando elegimos tener un hijo, decidimos ser voluntariamente para el otro cuidado, ternura, atención, escucha…así concibo el amor materno.
Recuerdo que algunas autoras dicen que la diferencia histórico-cultural entre hombres y mujeres es que los hombres son seres para sí y las mujeres son seres para otros. (Simone de Beauviour, Marcela Lagarde, Ana María Fernández, Franca Bassaglia, etc.)
Ser para mi, ser para otros, ser con otros…desde mi punto de vista no hay exclusión entre los tres estados del ser: soy con otros, es el estado ideal amoroso. Soy contigo: reconozco tú y mí y nuestra subjetividad. Aceptamos nuestra mutua existencia con respeto.
El amor erótico no me parece totalmente diferente del maternal, también implica cuidado y atención. Lo he vivido como un contacto placentero y a veces apasionado. Ha sido como un baile: es un placer sintonizar nuestros cuerpos y movimientos, acariciar y ser acariciada, compartir la alegría, belleza, y pasión el contacto. El éxtasis amoroso me ha llevado a ser algo más que yo, es lo que yo entiendo por trascender.
Amor erótico, amor materno, amor fraterno y sororal, todos implican una relación de respeto. Y ahí llegamos al meollo del asunto. Creo que mientras las mujeres no seamos respetadas, mientras no podamos decidir con libertad acerca de nuestro cuerpo y sexualidad, no podremos amar de la misma manera que los hombres.
Las mujeres como colectivo, podremos amar con libertad si tenemos asegurado el respeto a nuestra decisión de con quién tenemos relaciones sexuales y que no seamos violadas. Que podamos decidir una maternidad voluntaria, libre y placentera y no una maternidad impuesta.
Sexualidad, embarazo, aborto, lesbianismo son asuntos que todavía muchas mujeres no pueden resolver. La violencia contra las mujeres puede llegar hasta el Feminicidio (asesinato motivado por ser mujer) y tiene como una de sus causas el desamor, el que no se le considere como una persona, sino como un objeto sexual, económico, doméstico. Mientras no se garantice la vida, libertad y derechos de las mujeres, no podremos amar con libertad. Por eso digo que no es igual la experiencia de las mujeres que los hombres”

lunes, 29 de agosto de 2011

Yoshi



Ella me amaba. Le gustaba estar junto a mí. Tan pronto me veía llegar, corría a saludarme entusiasmada. Me perseguía por toda la casa, y si yo me sentaba, ella también buscaba un lugar donde quedarse cerca. Se ponía de pie al mismo tiempo que yo, lista para acompañarme a donde quiera, a lo que tuviera que hacer: salir, cocinar, planchar, leer o simplemente ver televisión.
Cuando ella estaba más joven, sus abrazos eran tan efusivos que decidí alzarle la voz para que se comportara. Extraño el ruido que hacía en la puerta al percatarse de mi voz, yo no podía resistirme, lo único que ella quería era estar conmigo. Restregarse en mis piernas, oler y lamer mi mano. Aun enferma, si yo le hablaba, se emocionaba y volteaba a verme.
Con todo y lo que me amaba, entre su libertad y yo, siempre eligió su libertad. Apenas veía la puerta entreabierta y salía corriendo y no regresaba hasta que tenía sed, hambre o quería descansar tal vez. La última vez que cruzó la puerta, no regresó. Aunque me amara, como nadie me ha amado, tan incondicionalmente como ella.

Bienvenida al taller de arte-sanías



Serpiente en la tierra
Aterrada,  la serpiente ciega y muda, que más bien parecía una lombriz grande,
 gorda y cabezona, no sabía por dónde meterse. La puerta blanca le cerraba 
una y otra vez  el paso.  Hacía frío, sentía su piel cada vez más seca,  así que
 se movió en busca de un lugar  húmedo, oscuro y calientito para  guarecerse. 
No recordaba nada, quién era, de dónde  venía, qué hacía en ese lugar frío
 e inhóspito. Sólo necesitaba descansar, encontrar un lugar un poco más 
confortable. Encontró una planta,  se acurrucó en  ella  y  empezaba  a comer
 algunos insectos, cuando alguien la agarró con una bolsa de plástico y la echó
 de ahí. Se fue reptando por una vereda, no podía volver a entrar ahí, no había
 una cueva, un agujero, no, siempre puertas blancas que se cerraban a su  paso.
Arrastrarse por la tierra húmeda era fácil, se acostumbró a la luz, al verde 
del pasto y los árboles, a ver el sol detrás de las nubes, por ahí nadie la
 molestaba.  Pero si intentaba entrar a algún lugar cálido,  habitado, siempre 
estaban ahí las puertas,  para cerrarle  el paso.
Un día, al pasar por una vieja casa,  escuchó una voz  suave. Acostumbrada a que le cerraran la puerta, ni intentó pasar, se quedó  quieta. Echó una mirada  a los cuartos, desde la entrada. Entonces  vio reflejada  en un espejo la imagen de una mujer morena,  con dos hoyitos en sus mejillas; unos  dientes blancos parejitos; sus trenzas largas caían, una en su espalda, otra en su pecho, le sonreía al bebé que amamantaba. Permaneció  mucho tiempo  mirando en silencio a través del espejo, contemplándola a toda ella: sus pechos morenos llenos de leche, su cara viendo y sonriendo a su hijo  mientras le amamantaba
Procuró no hacer ruido, sabía que en cuanto quisiera entrar, la echarían cerrándole la  puerta. La mujer morena,  le vio por el espejo y la llamó a señas. La serpiente no lo podía creer: esa hermosa mujer  le invitaba a entrar,  y además le sonreía, platicaba con ella y la dejaba estar cerca,  mirando sus hermosos  senos amamantando al niño.
La mujer dijo que ahora el bebé estaba lleno. Empezó a  exprimir en un trapo de manta blanco los  turgentes senos. Hacía  varios días que tenía que sacarse la leche porque el niño  estaba  enfermo y no mamaba lo suficiente.  Le dolían y hasta le daba fiebre si no se la sacaba toda. Eso oyó la serpiente que decía ella,  mientras  olía el aroma  agrio de  leche nueva mezclándose con la  seca del trapo. Se sintió contenta de  enterarse  de  las cosas tan importantes que le pasaban a la mujer  y su hijo.
Ser bien recibida  y además que alguien platicara amablemente  con ella,  era  y fue en su vida algo insólito.  Pasó mucho tiempo vagando sola antes de comprender por qué: pasaba que la serpiente  había llegado a la tierra en una época en que los reptiles eran vistos como la encarnación del mal, y por tanto, perseguidos  para matarles. No sólo  a las serpientes venenosas, aún a las inocentes culebras de río las acechaban, acusadas de preñar a las mujeres  cuando se metían al agua a bañarse o nadar  ¿Cómo sería  si no tenían órganos ni simiente? También a  las que eran como ella, serpientes de maíz,  las llamadas  Cicuate o Alicante,  eran acusadas de hipnotizar a las mujeres para robarles su leche, y de meter  la cola en la boca de la criatura  para que no llorara. Decían que clarito se veía cuando una Alicante había mamado de una mujer: el niño tenía chincual alrededor de la boca.
Hasta la serpiente se había convencido de que las cosas   que decían de ella eran verdad: hubo un momento en que en verdad creyó vehementemente, que no habría porqué dejar tanta leche desperdiciada en los senos de la mujer morena,  ella podría aferrarse y amamantarse de ellos y hasta sintió placer de sólo imaginarse el aroma, el sabor delicioso de unos  senos sabor a miel. Pero con la experiencia que tenía de ser siempre corrida, ni siquiera lo intentó,  se contentó con ver. Prefirió no exponerse  a ser despedida como a una vil  Alicante. Además, era absurda la ilusión; su hocico no servía ni para succionar, ni para picar. Su lengua bífida y su ausencia de colmillos la hacía apenas apta para engullir ratones.
Así pasó su existencia la serpiente  tímida: excluida y maldita en todos lados,  casi siempre sola y con muy ocasionales encuentros amables, como el de la mujer morena que siempre le consolaba recordar. Vivió muchos años, hasta  que un día, fue atropellada al cruzar una carretera. Entonces se sintió  ingrávida y miró sin dolor su cuerpo, ella  volando cada vez más alto  y a mayor distancia;  la luz se hacía más intensa mientras se abría una gran puerta blanca. A la entrada  la llamaban dos hermosas figuras: una serpiente emplumada  y su madre Coatlicue.