lunes, 29 de agosto de 2011

Bienvenida al taller de arte-sanías



Serpiente en la tierra
Aterrada,  la serpiente ciega y muda, que más bien parecía una lombriz grande,
 gorda y cabezona, no sabía por dónde meterse. La puerta blanca le cerraba 
una y otra vez  el paso.  Hacía frío, sentía su piel cada vez más seca,  así que
 se movió en busca de un lugar  húmedo, oscuro y calientito para  guarecerse. 
No recordaba nada, quién era, de dónde  venía, qué hacía en ese lugar frío
 e inhóspito. Sólo necesitaba descansar, encontrar un lugar un poco más 
confortable. Encontró una planta,  se acurrucó en  ella  y  empezaba  a comer
 algunos insectos, cuando alguien la agarró con una bolsa de plástico y la echó
 de ahí. Se fue reptando por una vereda, no podía volver a entrar ahí, no había
 una cueva, un agujero, no, siempre puertas blancas que se cerraban a su  paso.
Arrastrarse por la tierra húmeda era fácil, se acostumbró a la luz, al verde 
del pasto y los árboles, a ver el sol detrás de las nubes, por ahí nadie la
 molestaba.  Pero si intentaba entrar a algún lugar cálido,  habitado, siempre 
estaban ahí las puertas,  para cerrarle  el paso.
Un día, al pasar por una vieja casa,  escuchó una voz  suave. Acostumbrada a que le cerraran la puerta, ni intentó pasar, se quedó  quieta. Echó una mirada  a los cuartos, desde la entrada. Entonces  vio reflejada  en un espejo la imagen de una mujer morena,  con dos hoyitos en sus mejillas; unos  dientes blancos parejitos; sus trenzas largas caían, una en su espalda, otra en su pecho, le sonreía al bebé que amamantaba. Permaneció  mucho tiempo  mirando en silencio a través del espejo, contemplándola a toda ella: sus pechos morenos llenos de leche, su cara viendo y sonriendo a su hijo  mientras le amamantaba
Procuró no hacer ruido, sabía que en cuanto quisiera entrar, la echarían cerrándole la  puerta. La mujer morena,  le vio por el espejo y la llamó a señas. La serpiente no lo podía creer: esa hermosa mujer  le invitaba a entrar,  y además le sonreía, platicaba con ella y la dejaba estar cerca,  mirando sus hermosos  senos amamantando al niño.
La mujer dijo que ahora el bebé estaba lleno. Empezó a  exprimir en un trapo de manta blanco los  turgentes senos. Hacía  varios días que tenía que sacarse la leche porque el niño  estaba  enfermo y no mamaba lo suficiente.  Le dolían y hasta le daba fiebre si no se la sacaba toda. Eso oyó la serpiente que decía ella,  mientras  olía el aroma  agrio de  leche nueva mezclándose con la  seca del trapo. Se sintió contenta de  enterarse  de  las cosas tan importantes que le pasaban a la mujer  y su hijo.
Ser bien recibida  y además que alguien platicara amablemente  con ella,  era  y fue en su vida algo insólito.  Pasó mucho tiempo vagando sola antes de comprender por qué: pasaba que la serpiente  había llegado a la tierra en una época en que los reptiles eran vistos como la encarnación del mal, y por tanto, perseguidos  para matarles. No sólo  a las serpientes venenosas, aún a las inocentes culebras de río las acechaban, acusadas de preñar a las mujeres  cuando se metían al agua a bañarse o nadar  ¿Cómo sería  si no tenían órganos ni simiente? También a  las que eran como ella, serpientes de maíz,  las llamadas  Cicuate o Alicante,  eran acusadas de hipnotizar a las mujeres para robarles su leche, y de meter  la cola en la boca de la criatura  para que no llorara. Decían que clarito se veía cuando una Alicante había mamado de una mujer: el niño tenía chincual alrededor de la boca.
Hasta la serpiente se había convencido de que las cosas   que decían de ella eran verdad: hubo un momento en que en verdad creyó vehementemente, que no habría porqué dejar tanta leche desperdiciada en los senos de la mujer morena,  ella podría aferrarse y amamantarse de ellos y hasta sintió placer de sólo imaginarse el aroma, el sabor delicioso de unos  senos sabor a miel. Pero con la experiencia que tenía de ser siempre corrida, ni siquiera lo intentó,  se contentó con ver. Prefirió no exponerse  a ser despedida como a una vil  Alicante. Además, era absurda la ilusión; su hocico no servía ni para succionar, ni para picar. Su lengua bífida y su ausencia de colmillos la hacía apenas apta para engullir ratones.
Así pasó su existencia la serpiente  tímida: excluida y maldita en todos lados,  casi siempre sola y con muy ocasionales encuentros amables, como el de la mujer morena que siempre le consolaba recordar. Vivió muchos años, hasta  que un día, fue atropellada al cruzar una carretera. Entonces se sintió  ingrávida y miró sin dolor su cuerpo, ella  volando cada vez más alto  y a mayor distancia;  la luz se hacía más intensa mientras se abría una gran puerta blanca. A la entrada  la llamaban dos hermosas figuras: una serpiente emplumada  y su madre Coatlicue.



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